Encuentros intermedios. Carta de Daniel García Raso del 27 de marzo de 2022
Estimada gente que vive en la oscuridad:
Limpié el castillo.
Entregué la misiva al padre.
«La locura sonreía en los grifos torcidos», escribió Carmen Laforet en Nada (1945), y la locura en este horizonte por el que deambulamos nos abraza por todas partes con su deje sardónico.
Por eso no pude evitar acercarme al mar después de la carnicería. Necesitaba esquivarla. Allí, al borde, en el filo de ese abismo oscuro que cae más allá de la existencia de las Tierras Intermedias, me detuve al atisbar algo. Me acerqué trémulo, con el mismo miedo, con la misma fascinación y con la misma cautela con la que transito siempre por este mundo arruinado. Era un cliché. Mensajes en botellas. Vuestras misivas. Que no estaban esculpidas en la piedra.
Debería estar acostumbrado, pero sigo convirtiéndome en recluso del éxtasis cada vez que ocurre algo que no debería ocurrir.
Estoy enamorado de manera insana de la incertidumbre…
Leí vuestras palabras.
Aunque vinieran, o me los imaginara, en forma de cliché.
Porque a veces los clichés son como los mitos: retienen en su fantasía o en su vulgaridad ciertos trazos verídicos. Como que al jugar a videojuegos habitamos dos mundos, el orgánico y el sintético. Cliché. Pero verdad. Tan verdad como que existimos entre medias, sin definirnos, sin ubicarnos, sin palabras, sin querer, en los márgenes… Y eso es más verdad aquí; eso es más real aquí; eso se maneja muy bien aquí; y eso se maneja muy bien desde fuera; o entre medias…
La soledad es un círculo que cae sobre nosotros, como el tajo que impacta en nuestra gente sin luz y les hace soltar ese grito tan ridículo.
Me siento solo.
Ya desde hace seis meses.
Desde antes del comienzo.
Y los dos mil cuatrocientos minutos que hace que vivo aquí me han hecho sentirme más acompañado.
Por el misterio.
Por el caos.
Por la desolación.
Por la incertidumbre.
Qué irónico.
Y qué cruel.
Cruel como lo es esta dulce pesadilla cuando no duda en bajarnos los humos; cuando destruye con bestialidad nuestras expectativas y nuestra arrogancia.
Paseaba con mi corcel. Llegué a otro sitio. Oteé el horizonte, vi unos perros endemoniados. Me iba a vengar, ahora que era más fuerte desde la vuelta del exilio. Dieciséis mil runas descansaban en mi zurrón. Las perdí todas.
Y de nuevo, en menos de lo que tarda en morir un carnero, me sentí solo.
O acompañado.
O eso quiero creer.
¿De verdad fue tan magna la ofensa?
Esa conexión casi orgánica con mi avatar me llevó de nuevo al olor de la carne quemada, al tacto de las sogas en los cuellos, al poético espesor de la niebla, a la rugosidad de los tejidos, a expresar mi gratitud por no sufrir tripofobia y verme obligado a adentrarme en Caelid.
Temo que la gente llegue a no distinguir lo aparente de lo real.
Desde niños. Treinta y seis años. Quince.
Y un agujero opaco por el que se cuelan los temores, y los sentimientos, sin saber cómo.
Pero tenemos que sobrevivir. Clara. Guillermo. Mateo. Mario. Hay salida entre las vísceras. Hay colectivo en las cascadas de sangre. Hay seriedad en ese estridente grito de dolor. Se hace difícil la soledad, pero no es imbatible. Doblar dedos cuando os sintáis solos; es un buen remedio.
Yo seguiré aquí, con mis clichés…